Libros: How the Beatles Destroyed Rock 'n' Roll / Life and Death on the New York Dance Floor
En SoundClash fomentamos la lectura de vez en cuando. Hoy, historias alternativas del pop, y relatos del cóctel neoyorquino post-punk. Dos libros imperdibles, creedme.
How the Beatles Destroyed Rock ‘n’ Roll, de Elijah Wald
¿Hubiera sido el mundo un lugar mágico de piruletas si los cuatro de Liverpool nunca hubieran salido de su caverna? Decir que esa es la pregunta que Elijah Wald plantea en How the Beatles Destroyed Rock ‘n’ Roll es tomarse su título, clickbaity como es, muy al pie de la letra. Pero que no os asuste el sensacionalismo: Wald es tan amante de los Beatles como el que más, pero una revisión crítica a su papel en la historia de la música debe ser consecuente tanto en sus impactos positivos como en los que no lo fueron. Y para eso hay que retrotraerse mucho. Mucho, mucho.
El subtítulo del libro aclara un poco las intenciones: la de contar lo ocurrido en los sesenta o setenta años anteriores al advenimiento de la invasión británica; los Fab Four no aparecen hasta el final, y no tanto como supervillanos erradicadores si no como abanderados de un movimiento más amplio. Lo de “historia alternativa” tiene cierta retranca: es casi intrínseco al arte el que, como excepción a la norma, su historia sea narrada a menudo por los perdedores, adelantados a su tiempo que jamás recibieron el aplauso masivo en vida y que han tenido que ser vindicados por los pocos frikis que supieron apreciar su grandeza. Wald hace el ejercicio contrario: rescatar del olvido a los triunfadores, a lo ultracomercial, al verdadero sonido del zeitgeist, aquello que fue lo primero en descartarse con la llegada de las propuestas más artísticas del rock de los 60.
Uno de los principales beneficiados de esa reescritura es Paul Whiteman, bandleader de los años veinte que, como contaron sus contemporáneos, “convirtió el jazz en una dama”, equiparándolo a la música clásica respetable y, a un tiempo, extirpándolo de su contexto eminentemente afroamericano, haciéndolo apetecible para un público blanco de ciudad. Un nombre del que se habla bastante poco hoy día, en particular comparándolos con otros más dinámicos como Benny Goodman o Glenn Miller, pero que resulta crucial para entender la evolución del pop, y cuyo paralelismo precisamente con The Beatles es asombroso.
Es esa lenta transformación de la música de complemento en eventos sociales a objeto puramente artístico la que traza con lujoso detalle How the Beatles. Vamos a antes del diluvio, a la época de las orquestas y los bailes de salón, y transitamos lentamente por cada uno de las estaciones: la aparición de la radio y su efecto en el modo de vida de los intérpretes, la adaptación de los locales y clubs a la Ley Seca, la migración a las ciudades, la II Guerra Mundial, las tecnologías de grabación y cómo posibilitan nuevas concepciones y formatos, las mil triquiñuelas de esa engañifa que son las listas de éxitos… En definitiva: cada pieza del puzzle para explicar una creciente especialización y segregación que culmina, efectivamente, en la aparición de los grupos de rock.
Una segregación musical que va de la mano de una segregación racial, por supuesto: Wald se explaya al acompañarnos por el sinfín de reajustes a los tops de Billboard, casi siempre con el fin de segmentar el mercado entre blancos y negros, una aspiración que, pese a la realidad de los artistas multidisciplinares que desde inicios de siglo se esmeraban en poder tocar cualquier cosa, acabó en efecto convirtiéndose en un objetivo cumplido.
Wald defiende con argumentos vehementes la obvia conclusión de que los artistas negros han acabando siendo los damnificados, y que, dado que esa forzada posición de inferioridad los obliga a redoblar los esfuerzos para alcanzar al gran público, a ellos debemos la práctica totalidad de las innovaciones en el pop: el adaptarse o morir ha sido responsable del jazz, el rock and roll, el R&B y toda su gama de colores, la música disco, el hip house, y una porción bastante grande del pastel de la electrónica. A los blancos, sin embargo, se les premia y etiqueta de “auténticos” cuanto más se aproximan, muchas veces más allá de lo decente, al sonido negro1, venga de donde venga.
En cualquier caso, no significa esto que How the Beatles sea un sermón autocomplaciente y contrario al discurso habitual porque sí. Todo lo contrario: es una lectura excitante y capaz de hacer que cualquiera eche una ojeada rápida a sus sesgos, escrito de manera amena y asequible, cada retazo de la historia perfectamente contado para que el inevitable desenlace acabe cayendo por su propio peso.
Tampoco es de ninguna manera una mirada de color de rosa a una industria aún incorrupta —o menos corrupta, al menos— en la que de cualquier sitio podían germinar creaciones salvajes, sin los grilletes capitalistas que nos han conducido hacia una encorsetada especialización. Una de las últimas frases del libro disipa cualquier noción similar, con Wald reflexionando sobre los gustos de su sobrino adolescente: “al empezar a escribir, tenía 12 años y bailaba con sus amigos canciones de los Beatles2; ahora está en el instituto y bailan con los éxitos del hip hop. Esto me tranquiliza, porque me daba pavor pensar que estaba más cómodo en mi pasado que en su presente.”
¿Destruyeron los Beatles el rock and roll, entonces? Claro que no. Ellos, y otros, sólo lo convirtieron en una dama, arrebatándoselo a los y las adolescentes para convertirlo en pieza de museo, para ser degustado con seriedad por paladares diversos. Supusieron una escisión aún sin corregir de la línea temporal de la música pop, y eso les hace la banda más importante que ha habido. Y aunque no seré yo quien diga que preferiría vivir en la otra línea temporal, viene bien considerar otras posibilidades, quizá más enriquecedoras. Si How the Beatles Destroyed Rock ‘n’ Roll vale para algo, que sea para abrir alguna mente.
Life and Death on the New York Dance Floor, 1980 - 1983, de Tim Lawrence
Nueva York, 1980. La primera oleada del punk ondea la bandera blanca en cuanto a impacto cultural se refiere, una rendición que la música disco ya ofreció un par de años antes. Ambos géneros, con ideologías de liberación compatibles, contaban con estéticas tan dispares que se antojaba imposible una alianza. Sin embargo, al buscar cobijo en el siempre fértil underground de Manhattan, ambas ideologías comenzaron a encontrar terreno común en clubs de diverso calado, y esa inesperada simbiosis contribuyó de manera fundamental en la implantación del género musical que acabaría dominando el último cuarto de siglo: el hip hop. ¿Apasionante? Ya lo creo.
Tim Lawrence es la referencia en lo que a historiadores de la música disco se refiere, con un marcado talento para situarnos exactamente en el lugar de los hechos, para contagiarnos el olor a sudor, el refrote desaforado, y las ingentes cantidades de drogas consumidas. Aquí retoma lo que comenzó con Love Saves the Day, una obra obligada para cualquier melómano que se precie, aunque con una importante diferencia logística: si aquella pretendía cubrir los avances de una década entera, aquí la historia forzaba a un punto de corte más brusco de entrada, pero perfectamente comprensible una vez entrados en materia.
En Life and Death on the New York Dance Floor hay nombres, muchos, quizá demasiados: Larry Levan, Rudolf Piper, Ruza Blue, Afrika Bambaataa, Anita Sarko, Michael Zilkha, Chi Chi Valenti, Anya Phillips… También incontables lugares: Danceteria, Paradise Garage, Mudd Club, Area, Club 57, Roxy, The Loft… Es fácil, entre tanto namedropping, sentirse algo perdido, como leyendo unas Páginas Amarillas, pero es un vértigo agradable, uno que refleja simplemente lo mágico de aquel caldo de cultivo, donde los movimientos culturales crecían como setas y duraban tres semanas porque para entonces ya había salido algo más cool a lo que arrimarse.
Resulta tentador ver esta escena como algo superficial, como un paralelo a la Movida Madrileña con tanto niñato pijo convertido a agitador del mainstream, y algo de aquello subyace, supongo; pero, salvo quizá los fundadores de alguno de los locales, la noche alternativa neoyorquina del cambio a los ochenta emerge como una economía propia, de intercambios de favores, endogamia extrema, y mucho amor al arte que se traduce en varias tangibles diferencias con cualquier variante española que le podamos buscar.
La más aparente es el telón de fondo del Reaganismo, un espectro tenebroso que poco a poco fagocita todo lo que encuentra a su paso: el enemigo número uno de esta vanguardia es la gentrificación, que arrampla con cualquier modo de vida modesto, y queda patente que la mentira del trickle down es responsable última de ese fenómeno. Así, es difícil ver a los protagonistas de Life and Death como diletantes si no como una auténtica resistencia3.
Otro factor que contraste es, cómo no, la cultura del rap, y aquí el veredicto es algo menos favorecedor: hay personas, por supuesto, con una contribución más que positiva a la integración de la música negra en nuevas corrientes, en añadir más ingredientes al crisol fiestero, y más aún en abrir canales para que el hip hop tenga la amplitud suficiente para ensancharse; por otro lado, a menudo el papel de estos facilitadores se acerca a la explotación y a la obtención de capital cultural: el ejemplo más claro es la inserción ahí, con calzador, del graffiti como elemento nuclear del hip hop, un concepto que debe su origen en buena parte a la película Wild Style, cuya gestación se describe largo y tendido en el libro.
Y es que en Life and Death hay música, pero hay mucho más: las figuras de Basquiat, Keith Haring y Rammellzee son tan importantes como los de Arthur Russell, ESG o Grandmaster Flash. Quizá incluso más: su ascenso fulgurante en el mundo del arte los posiciona como primeras víctimas ideales del matadero capitalista: difícil olvidar la imagen de Basquiat, casi secuestrado en el sótano de Annina Nosei, pintando como un loco y tratado como un mono de feria4.
El otro villano, acuciado de manera deplorable por el primero, y el clavo final, y más doloroso, en el ataúd de esta vivaz escena es el SIDA, que se cebó desproporcionadamente con la población homosexual que daba aliento a cada uno de los avances musicales y culturales que se propiciaron por aquellos años. La incertidumbre con respecto a la enfermedad va percolando poco a poco en la crónica, de un secreto minoritario a una fatal realidad5. Abandonados por completo por políticos que por su total inacción parecerían casi interesados en tanta muerte, la antes vibrante noche se fue apagando poco a poco. Y lo peor estaría por llegar.
Entre la oscuridad, Life and Death encuentra un universo en miniatura en el que, durante un corto espacio de tiempo, el ideal del que habla How the Beatles Destroyed Rock ‘n’ Roll vuelve a la carga, el de una síntesis entre el rock cerebral y la música de baile alocada, después del aluvión disco y antes de que el house y el techno conquistaran la electrónica. Y más que ninguna otra cosa, y aun comunicando perfectamente los horrores de la época, uno siente cierta envidia por quienes han vivido entre esa gozosa anarquía, rodeados de dadaísmo, de creatividad desbordada, de ganas de dejar huella. Es imposible concebir en este siglo mediatizado y corrompido hasta la médula por las redes sociales que submundos como éste, tan palpitantes, vuelvan a tener la energía de entonces. Y qué pena. Pero Tim Lawrence al menos consigue transportarnos allí de nuevo, y si no es del todo un consuelo satisfactorio, es lo más parecido que vamos a encontrar.
No miro a nadie, Led Zeppelin.
Suena un poco a comentario de vídeo de YouTube, pero deconstruido. A mí me pareció bastante reconfortante.
Es decir, es complicado pensar en que luego podrían hacerse amiguis del alma con, yo qué sé, Esperanza Aguirre.
Según narra el libro, Basquiat hizo lo que pudo por aprovecharse de la situación, actuando como un salvaje incivilizado: “Annina dejaba entrar a los coleccionistas, y [Jean] se giraba, con el pincel en la mano chorreando, y empezaba a caminar hacia ellos… muy rápido”.
A la que, dicho sea de paso, hubo quien respondió con un despendole apocalíptico prescindiendo de protección alguna, lo que no ayudó demasiado.