SoundClash Directo: Our Taylor Era
Hemos ido al Eras Tour, efectivamente, y hay cosas que decir. Sólo faltaría que desaprovecháramos esta oportunidad para hablar de la artista musical más importante de este milenio, ¿no?
¿De verdad me gusta a mí tanto Taylor Swift?
Es una pregunta que, quien más y quién menos debería hacerse todo el mundo con cierta frecuencia. Yo, habiendo diseñado una ruta maratoniana Madrid-Alicante-Lyon-Málaga-Madrid, que optimiza confort y economía pero que indudablemente supone un esfuerzo sobrehumano —ya sea la recompensa presenciar el acontecimiento musical de toda una generación— llevo dándole vueltas a mi relación con la Tay-Tay durante meses.
Tal vez, Taylor, pero entiéndelo. A mi ya legendaria resistencia a salir de mi casa se le une la incertidumbre de pisar tierra extranjera, gabacha para más inri, y una especie de síndrome del impostor un poco extraño. Viendo a las swifties felizmente orinarse encima con tal de no perder ripia de lo que sucede en el escenario, o acampar durante días por estar unos metros más cerca de la superestrella, temo por mi vida. Temo que una fan fatal mire en mi dirección y me vea mover la boca durante “Holy Ground”, pronunciando sílabas que poco o nada tienen que ver con la lengua inglesa, y elija lanzarme grada abajo animada por un centenar de hooligans enfurecidas.
Porque para el Eras Tour hay que estudiar, es una oposición a admirador de Taylor que yo, que la sigo desde antes de que fuera un fenómeno global y he escuchado la práctica totalidad de su obra, no tengo ninguna posibilidad de aprobar. Y eso da miedo, más que coger ningún avión.
No hacen falta zalamerías. El caso es que no es sólo la comezón de mi inadecuación al entorno; he sobrevivido a dos Benidorm Fests, después de todo. Pero toda esta enormidad del pop interplanetario, tan omnívoro, resulta un poco una frivolidad incómoda en los tiempos que corren. El escapismo es sano, claro, pero una figura del tamaño de Taylor Swift no puede eludir el sobreanálisis. Esta no va a ser, de ninguna manera, otra thinkpiece sobre jets privados, determinadas instancias de tibieza política, gaylors vs. hetlors, etcétera; me limitaré simplemente a proyectar esas ideas como fondo conceptual de la perorata, más que nada porque prefiero evitar darle demasiadas vueltas antes de iniciar mi periplo. Pero ahí están.
Sí, me gusta Taylor: el idilio comienza, cómo no, con el megalómano 1989, pero he aprendido a apreciar sus orígenes country, su bien avenida relación con el indie de Folklore y Evermore, e incluso sus momentos más Disneytásticos; no por nada defenderé “ME!” a capa y espada allá donde esté. Pero mi vínculo no va mucho más allá, y por ello, corre peligro de resquebrajarse por la saturación Swiftie de la que es tan difícil escapar si se pretende estar al tanto de la actualidad musical, esa a la que me voy a exponer sin traje hazmat ni nada en unos pocos días.
Y es que tengo la impresión de que hace no tantos años, Taylor Swift era colosal en su tierra pero un nombre si no de nicho, al menos no ubicuo. No es que ser fan de la cantante haya sido especialmente cool en ningún momento, ni falta que hace, pero incluso después de que pepinazos como “Shake It Off”, “I Knew You Were Trouble” o “We Are Never Getting Back Together” irrumpieran en nuestras vidas, era difícil encontrar quien confesara seguir a Swift a este lado del Atlántico. Era grande, sí, pero nadie hablaba de una nueva Beatlemanía.
Más raro aún: es difícil señalar exactamente qué ha sido el detonante de su conversión a fenómeno de masas. Quizá su victoria contra la industria discográfica, contra Kimye, contra… todo lo que se le ha puesto por delante, la ha envuelto en un halo de inexpugnabilidad en un momento cultural en el que todo parece pender de un hilo. Es normal entonces que para una buena cantidad de personas, lo único que los separa del desespero absoluto es algún verso de Taylor.
Efectivamente.
Cuando escribo estas líneas, Taylor está en Madrid, y yo en mi casa; quiero pensar que ahora mismo en el Bernabéu habrá cuatro de Lyon pasándoselo pipa. Durante dos noches mágicas, la gira más taquillera de la historia del entretenimiento cautivará a decenas de miles de espíritus, porque ese es el poder de Swift.
Las eras de Taylor son el selling point de este Tour, una especie de astrología millennial en la que a cada disco de la de West Reading se le adscribe un sentimiento concreto. Si estás en tu Folklore era, por ejemplo, es que te gustaría estar sin salir de tu casa seis meses1; si te encuentras un poquito Red es que tu corazón anda tirando a regulinchi; y por supuesto lo mejor es que nadie se acerque a ti en cuanto asomen los primeros síntomas de la Reputation era. Es un universo en constante expansión, y la transparencia emocional de Swift, oscilando como lo hace entre el enchochamiento adolescente y las puñaladas devueltas, promete que su energía relatable, inusual para una megapopstar, eclosione en nuevas aventuras vitales.
La última era hasta la fecha es quizá la menos pegadiza de todas: el 19 de abril Taylor lanzó su decimoprimer álbum, The Tortured Poets Department, que ya tiene un DLC llamado The Anthology. Leerás opiniones de todo tipo al respecto, desde que es vomitivo hasta que es otra genialidad más de una de las personas más perfectas de nuestra especie. Mi postura es que es extremadamente, agresivamente, inapelablemente OK. O lo que es lo mismo: es Taylor Swift en estado puro.
Porque vamos a ser francos, venga: casi todas, si no todas las críticas que se le pueden achacar a Taylor son relativamente justas. Su digamos limitada personalidad artística, una incapacidad para tomar riesgo creativo alguno que no tenga continuidad con su imagen de marca, la impresión de que todo lo que hace pasa por siete comités, y sí, su gusto cuestionable en los hombres2. Al mismo tiempo, todo ello es lo que la hace una deidad pop, y igual que nadie en sus cabales debería ponerle muchas pegas a esas acusaciones, tampoco hay discusión sobre su descomunal talento lírico, su habilidad única para hacer himnos, su infatigable tesón para luchar por lo que cree correcto para su carrera, y su obvia dedicación a hacer de su música un lugar seguro para millones de personas. Vox dice que es imposible ser neutral sobre Swift3, y es obvio que la polarización va a perseguirla por siempre jamás, pero creo que no estaría de más coger algo de distancia, tomarnos las manos, y aceptar a Tay con sus aciertos y sus flaquezas.
No, no, no me has entendido, si yo estoy de tu parte hasta que se demuestre lo contrario. Mejor tomarme un respiro de Taylorismo hasta que llegue el momento…
Por supuesto, en ningún momento he tenido intención de ser fiel a esa promesa: llevo aproximadamente 10 horas escuchando la setlist del concierto por lo menos para ser la mejor versión de Doña Rogelia de la que soy capaz, perfeccionando mi lipsyncing. Diría que no me he preparado tanto algo desde la Selectividad, pero aquello me costó bastante menos. Además, parte de mi training lo he llevado a cabo sobre una bicicleta estática, gritando estribillos del Fearless o el Red como un poseso; así que si Carletto necesita a alguien para la final de mañana, que sepa que probablemente vaya más en forma que Dani Ceballos, por ejemplo4. A mí mientras me devuelvan a Lyon con tiempo…
Eso sí, mi crónica pre-concierto tiene que detenerse en algún momento. Así que me despido de mi vida before Swift, para adentrarme en lo desconocido. Empieza una nueva era.
No, no estoy para nada ready.
Por desgracia, la comunidad experta en desórdenes cerebélicos ha reportado centenares de caso de amnesia post-conciertil como consecuencia de la pura alegría que genera Taylor Swift en tu sistema nervioso. Así que debo combatir contra todo reflejo neuronal hacia la obsolescencia para rescatar algún recuerdo vívido de las tres horas y pico que supuso el Eras Tour para mi existencia. Apenas un 0.001% de todo lo que he experimentado en mi vida ha sucedido con la mayor estrella del milenio a unos cien metros de mis ojos. Es decir, muy por debajo de cualquier margen de error estadístico sensato; al criterio de la ciencia, se podría afirmar que Taylor jamás actuó en el Groupama Stadium el 2 de junio de 2024.
Por otro lado, si algo me quedó patente después de asistir, o no, a tal evento, es que Taylor Swift, el organismo pluricelular, es un componente bastante minúsculo, de infinitesimal, de Taylor Swift, la religión. Si de debajo de aquellos pétalos, o abanicos, o conchas, hubiera emergido un okapi, o un señor de Valladolid, la experiencia del Eras Tour hubiera sido hasta cierto punto idéntica, suponiendo que el público hubiera estado dispuesto a ignorar tal minucia.
Y con esto no quiero decir, ni mucho menos, que Taylor Swift sea un maniquí, un folio en blanco, una Mary Sue; su desparpajo en el escenario, aún ensayadísimo, parecía inimaginable hace unos años. Difícil sería encontrar a una persona operando en unos estándares de perfección similares. Pero el Eras Tour es un diálogo, y si Taylor se ha preparado su papel, lo mismo han hecho las swifties; ellas son igualmente parte de la performance, quizá más aún que Taylor misma.
Empieza a parecer un Pinterest esto pero no pasa nada.
El caso es que desde mi posición en un córner del estadio, los fotones que golpeaban a la cantante entraban luego en mi retina aproximadamente el 70% del tiempo; por lo demás, todo venía condicionado a estímulos de segunda mano: una pantalla, muy bien situada eso sí, o, sobre todo, la propia energía irradiada por la audiencia. Y es que si gritaste cuando el temporizador cayó a cero y “You Don’t Own Me” dejó de sonar, si te viniste arriba cuando el set acústico abrió con uno de los siete trillones de temas del Anthology del TTPD, “The Prophecy”, o si cantaste sin más alguna frase de alguna de las 45 canciones que sonaron: enhorabuena, tú también eres Taylor Swift. Quizá hasta yo sea Taylor Swift, quién sabe5.
Hasta cuando no han pasado ni cuarenta y ocho horas de aquello, cuesta recordar los detalles, tal fue la sobredosis de estímulos. Por la pasarela central, pavimentada de luces y proyecciones, con plataformas que subían y bajaban y en un momento casi de ciencia ficción se movían a su voluntad, es normal que todo pasara como un flash, pese a que según Billie Eilish, una de las cabezas de la hidra swiftie de hoy en día6, opine que lo de los conciertos maratonianos sea “psicótico”7. Si Taylor, o cualquier persona del cuerpo de baile o la banda, tuvo síntoma alguno de agotamiento, fue absolutamente invisible, lo que tal vez refuerce la teoría de que aquí hay algo rollo El truco final por alguna parte. No me la jugaría.
Sí que llovió: la fortuna optó por echar una tromba de agua sobre la melena rubia justo en los primeros compases de la Reputation era. Cómo no creer en los superpoderes al ver el pelo empapado de Taylor precisamente en el momento de abordar su etapa más “loca del co”, la de las víboras y la defunción de la “old Taylor”. De nuevo, si el chaparrón afectó negativamente a algo, nadie allí presente lo notó: sólo una cubierta de plástico sobre los instrumentistas, a lo vivero hidropónico, evidenciaba alguna diferencia.
Eso es, hay que ir acabando, aunque los temas más interesantes, tal vez, están por abrir. Uno de los aspectos principales del show de Taylor es, por supuesto, la secuenciación: como comento, el concierto está dividido en secciones que se corresponden, por supuesto, con los diversos álbumes de Mrs. Swift. Leyendo setlists, temía que el orden escogido para las eras no fuera el más óptimo: es vagamente cronológico8, con Fearless, Speak Now9 y Red apareciendo al inicio de la velada, y los últimos discos, aquellos que no había tocado en directo aún, como colofón final, e interpretados en más profundidad, tocando a siete temas tanto para TTPD como para Midnights.
En un arrebato de arrogancia, puse en duda esa decisión: lo mejor para el final, ¿no? 1989, claramente, o Red, y terminamos en un alto. Como es de esperar, Taylor probablemente dedicó más tiempo a optimizar el espectáculo que yo, y el universo le dio la razón. Tortured Poets apenas tiene un mes de vida, pero sus cortes fueron acogidos casi casi como clásicos, especialmente la divertidísima “I Can Do It With a Broken Heart”, precedida de un sketch al hilo de la temática del tema: Taylor es arrancada de la comodidad de su cama y ofrecida como sacrificio al show business.
No es que todas las decisiones fueran un sobresalientes, aunque sí que eran justificables: la “10 minute version” de “All Too Well” supone un frenazo en seco para un concierto tan ágil, en el que no hay contemplación alguna para sacar el machete con hits como “I Know You Were Trouble”, “You Need to Calm Down” o “Bad Blood”; pese a su enorme carga emocional, no se puede culpar a nadie por tomar asiento durante el ratito en el que Taylor se desgarra con “All Too Well”. Pero en general la impresión es de que no hay canciones “menores”: todo el contenido era recibido como maná del cielo, así que lo del orden de los factores iba a suponer solo una cuestión logística.
Lo artificial de la milimétrica precisión estructural del Eras Tour tiene, además, una clara ventaja para las espectadoras: aquí no se pierde nadie. Que no es que la swiftie promedio tenga la más mínima probabilidad de que algo le pille a contrapié, pero para quienes somos menos hardcore, estar siempre ubicado suaviza y mucho la duración. Y, además, tiene algo muy reconfortante: es como volver a ver tu película favorita, esa en la que aunque anticipes cada giro de guion, cada frase, sigue manteniendo su magia10. En esas circunstancias es casi imposible fracasar.
No se me ocurriría ni pensarlo.
Entonces, ¿de verdad me gusta tanto Taylor Swift? Sigue siendo una pregunta de difícil respuesta. El Eras Tour eleva a la máxima potencia todos sus impulsos, buenos y malos: tras una apoteósica “Champagne Problems”, el público ovacionó a Taylor durante varios minutos, en un estruendo ensordecedor. Dependiendo de tu opinión sobre la cantautora, su reacción hiperemocionada, al borde de la lágrima tras quitarse los in-ears para absorber el calor de la masa como Dios manda, resulta entrañablemente cercana o tan manufacturada como casi todo lo demás.
La solución simple es que Taylor Swift hace, por lo general, excelente música pop. Canciones que apenas ubicaba como “Illicit Affairs”, “Bejeweled” o “My Boy Only Breaks His Favorite Toys” ahora me son íntimamente familiares, y me rondarán la cabeza constantemente, al menos durante el futuro cercano. Para mí, eso es lo que más importa, y a mis oídos les da igual que las melodías adictivas vengan de Taylor Swift, de Iron Maiden, o de un anuncio de reparación de lunas de automóvil. Triste pero cierto.
Discutir los aspectos sociológicos es entretenido, sí, pero hace que perdamos el foco sobre lo importante: te guste más o menos, la música de Swift llega a millones de personas. El cotilleo puede que ayude a atraparte, pero si llegas a ella, es porque has construido una relación a través de sus canciones: las inseguridades de “Anti-Hero” y “The Archer”, de las fantasías adolescentes de “Betty” y “Love Story”, del empoderamiento de “Karma” y “The Man”, del comprensible despecho de “The Smallest Man Who Ever Lived” o “We Are Never Getting Back Together”.
Esas relaciones, como es ley de vida, algún día se debilitarán. No desaparecerán del todo, claro, pero por mucho que el fandom se renueve, tanto fervor no puede mantenerse indefinidamente. Y también sería de recibo que la propia Taylor decidiera, algún día, alejarse durante un tiempo de la primera línea de fuego; de entrada dudo que jamás vuelva a hacer una gira tan ambiciosa como esta. Pero cuando efectivamente eso suceda, cuando nos despertemos un día y nos demos cuenta de que la Swiftmanía ha concluido, quienes hayan formado parte del huracán podrán hacer dos cosas:
Mirar hacia atrás, y sonreír.
Y mirar hacia delante.
Te cedo la palabra por última vez, Taylor.
Es decir, yo me encuentro en esa era a perpetuidad.
Hasta qué punto se junta con impresentables como Mayer, Gyllenhaal o Healy simplemente para nutrir a su duende compositivo es, quizá, digno de análisis.
Una subreddit, r/SwiftlyNeutral, trata de desafiar la premisa; mi única opinión al respecto, que ya he compartido, es que es un error no haber bautizado a la comunidad “Swiftzerland”.
Y visto lo visto, hubieran ganado la Champions conmigo en el banquillo igual.
Desde luego canté posiblemente más que en ningún concierto que recuerdo.
Otra es la de Olivia Rodrigo, sin ir más lejos.
Fácil interpretar esto como un recadito, pero yo entiendo que se refiere sobre todo a psicótico para el propio bienestar del artista que se tiene que dar la paliza.
El orden pre-TTPD era algo distinto, con Folklore y Evermore por separado, y Reputation y Speak Now intercambiados.
Recortado hasta la saciedad: apenas una abreviación del “Enchanted” antes de devolver la era violeta a su sitio en el desván.
El símil de la película es muy literal para aproximadamente el 95% de las allí presentes. Yo, he de reconocer, no había visto el concierto antes.