Las 250 de Quixote, Parte XIV
Hoy esto va de saxofones, y de nombres de mujer. Y de salmón ahumado. Y un poquito de My Chemical Romance, también, aunque quizá no lo suficiente.
250-241 * 240-231 * 230-221 * 220-211 * 210-201
200-191 * 190-181 * 180-171 * 170-161 * 160-151
150-141 * 140-131 * 130-121 * 120-111 * 110-101
100-91 * 90-81 * 80-71 * 70-61 * 60-51
50-41 * 40-31 * 30-21 * 20-11 * 10-1
120. Tears for Fears, The Working Hour
Si algo subyace a este interminable catálogo de cachitos de pop es la idea de que seguir considerando a los ochenta como aquella década donde todo se volvió de plástico y cromo es aferrarse a una patraña insostenible. Tears for Fears son, a todas luces, synthpop1, pero si de algo no podemos acusar al dúo de Orzabal y Smith es de una carencia de espíritu. “The Working Hour” bulle de actividad, como una avenida despertando al alba, cuyos engranajes comienzan a girar al ritmo de la vida. Una rutina que no por serlo es menos demoledora, especialmente para dos jóvenes que empezaban a verse fagocitados por la maquinaria. Entre románticos saxofones y la batería mastodóntica de Manny Elias, Tears for Fears esculpen esta preciosa épica con los materiales a su disposición: sus miedos y sus lágrimas, precisamente. Lo arrebatador del resultado habla por sí solo.
El momento: la letra es una tortuosa búsqueda de sentido, lo que hace que ese apasionado “find out / what this fear is about” sea más sobrecogedor si cabe.
119. Tom Waits, Alice
Un náufrago irredento de los charcos más inhóspitos, Tom Waits y su ajada, personalísima voz, suelen ir acompañados de ingredientes más bien corrosivos: percusiones de lata, latigazos eléctricos, acordeones sifilíticos, y toda una gama de pequeños horrores de circo ambulante. Pero cuando nuestro nuevo Bukowski se pone vulnerable, es capaz de resquebrajar hasta los corazones más adustos. “Alice” es sólo un nombre, un sortilegio que ejerce un misterioso poder sobre un Waits reconvertido a crooner jazz, sin ningún género de dudas la faceta suya que más suscita mi interés. Sudores fríos, desolación y el recuerdo del sabor de unos labios que se derrite más con cada segundo que pasa, cuanto más fuerte se aferra uno a él, pero que sin embargo, devora todo lo demás. La obsesión nunca ha sonado tan bella.
El momento: hay películas enteras de cine negro que ni se aproximan a las cotas de amargura que hay contenidas en ese “there’s only Alice” final,
118. Bruce Springsteen, Thunder Road
Mirando al sempiterno boss, incombustible, fibroso incluso a los setenta años, venerado por hordas y hordas de fans que lo abuchean cariñosamente en cada uno de sus maratonianos shows, es muy difícil no aprender a amarlo. Pero debajo del rey del rock de la clase obrera late una violenta paradoja, y es que Springsteen, el orgullo de Nueva Jersey, lleva cincuenta años cantándole al irrefrenable deseo de escapar de sus constringentes suburbios. “Thunder Road” es un grito de esperanza, las aspiraciones de liberación de un millar de almas adolescentes colisionando entre sí y encendiendo los motores de otros tantos coches de segunda mano, con un pasaporte al futuro en la guantera. Bruce nunca inventó nada, pero jamás ha existido artista con su capacidad para ilusionar.
El momento: ya solamente con la coda de “Thunder Road” Clarence Clemons se gana sobradamente el estatus de leyenda.
117. The Cure, A Letter to Elise
¿Ser, o no ser gótico? Esa es la cuestión. Dios sabe que los Cure de Robert Smith se ajustan a la perfección a la mitad estética del apelativo, con su eyeliner siempre aplicado con precisión suiza y cardados en firme oposición a la mecánica newtoniana, ¿pero y la chicha? ¿Y el terror y la furia? ¿Y el destino imparable? Pues dónde iba a estar, si no en esta devastadora carta a Elise, en la que nuestros amigos de pálidos rostros hacen que un sencillo desengaño amoroso, de dos relojes en diferente zona horaria, parezca atañer a la Madre Naturaleza misma, que brama y ruge entre reproche y reproche. Smith, al borde del precipicio que es su hogar, clama a los cielos, víctima de una traición autoinfligida, una mota de polvo ante los mecanismos del azar sabedora, degustadora y disfrutadora de una derrota inevitable, y perseguida. Mientras el universo le siga lanzando piedras, construirá él su casa con ellas para invitarnos luego adentro. ¡Y hay Kleenex gratis!
El momento: el sufrido, incluso para su altísimo listón, puente, en especial lo exhausto de ese “Eliiiise, believe I never wanted this“. Ah, y el solo, el solo también, que entra como un huracán en mis carnes morenas.
116. a-ha, Train of Thought
En Noruega abunda una especie de estasis del alma; allí todo el mundo está como la sopa de Ricitos de Oro: ni muy contento, ni muy triste. Los apuestos pimpollos de a-ha introdujeron una vuelta de tuerca a esa asepsia llevándola, oximorónicamente, a su punto más extremo. Y es que “Train of Thought”, como casi todo lo del trío, es way too much, pero un way too much muy ambiguo, balanceándose entre la paranoia, el dramatismo exacerbado y esa afabilidad bien sanota que los llevó a forrar las carpetas de toda una generación de teenagers. Así y todo, la locomotora de este auténtico thriller tecno-noir2 nunca descarrila: bastan un par de brochazos sintetizados y el vendaval vocal de Morten Harket para iluminar los grises callejones de esta distopía con la intensidad de cien supernovas.
El momento: Harket teniendo cero grados Kelvin de chill en el estribillo nunca falla a la hora de darme escalofríos: “AND HIS MIIIIIIIIIIIND ONCE FULL OF REAAASOOON”.
115. Fleetwood Mac, Seven Wonders
Tango in the Night tal vez no contara con los Fleetwood Mac más dignos en lo que se refiere a lo estrictamente capilar3, pero me atreveré a decir que es su paquete de canciones más perfecto —si excluimos, claro está, el Rumours. Siete son, diría, sus maravillas4, mira tú por dónde, y “Seven Wonders” no podía no ser una. Mucho menos llamativa, menos efectista incluso, que alguna de sus compañeras de plantel, el tema se contenta con derrochar clase en cantidades ingentes, sin abrumar: en ser un Rodri en un mundo de Vinicius5. Y eso que lo tiene todo en contra, con una Stevie Nicks coqueteando, por suerte sin comprometerse, con el histrionismo. Pero ahí reside su magia: si la búsqueda de la belleza no te conduce al filo de la locura, es que algo no estás haciendo bien.
El momento: estoy cerca de darme mus, porque es un todo perfecto. Así que me tengo que quedar con ella, con Stevie, hasta arriba de brandy y dándolo todísimo. En cada frase.
114. Josh Rouse, Come Back (Light Therapy)
Hay dos tipos de persona: las que prefieren el frío, y las que están muy equivocadas. Los aires acondicionados son un resort con spa para gérmenes ultrainmunizados, mientras que el remedio para las bajas temperaturas de hoy es tan saludable como placentero: saca la barriga al solecito, rellena tus depósitos de vitamina D, y pon “Come Back (Light Therapy)” de Josh Rouse a todo volumen. Que se lo digan precisamente a él, que cambió Nebraska6 por Valencia —en principio por amor, pero seguro que las horas de luz natural tuvieron algo que ver también. “Come Back” es lo más cercano que tiene Rouse al yacht rock: desenfadada y cool a rabiar, con unas cuerdas y unos vientos estilo Philadelphia que no tienen ningún derecho a quedar así de bien. Deja calentar tu cuerpo al fuego de su groove, y vuelve a por más cuando lo necesites.
El momento: el arrebato a lo Temptations de ese puente: “Coooooome back! Cooome back! Come back, coooooome back!”. Sólo le falta el esmoquín.
113. My Chemical Romance, Welcome to the Black Parade
Quien más y quien menos de nosotros se habrá visto en la situación de ser un niño y que, sin motivo aparente —porque a tan temprana edad no es tan fácil percatarse de las crisis existenciales ajenas— tu padre te lleve a la gran ciudad a ver a una banda de música. Pero si no es el caso tampoco pasa nada: con éste “Welcome to the Black Parade”, himno absoluto entre los himnos del emo dosmilero, MCR nos transporta a esta cabalgata sobrenatural para enseñarnos una importante lección de vida con toda la sutileza que les caracteriza, que es ninguna. Gerard Way nos agarra la cabeza y nos berrea a centímetros del oído que nos vamos a morir, es impepinable, y que más nos vale que cuando miremos a la cara a la Parca que lidera esta procesión, hayamos dejado el planeta algo mejor de lo que llegamos. Así, sólo así, nuestro esqueleto galopará hacia el Valhalla en paz.
El momento: si para el último “WE’LLL CAAAAARRRYYY OOOOOOONNNN” no estás haciendo pogo contra la pared es que ya estabas muerto.
112. Susanne Sundfør, Fade Away
Regresamos a la tierra de los fiordos para visitar, esta vez, al enigmático oráculo que es Susanne Sundfør, que sólo comparte con gente como a-ha la nacionalidad y una cierta querencia por meter ahí un buen tecladillo rococó cuando menos te lo esperas. Porque lo de Sundfør es un pop catedralicio, maximalista pero no desde una vanguardia engominada, sino como lo puede ser un paisaje kárstico. Y eso que “Fade Away”, hasta en su barroquismo, tiene dejes bien discotequeros, aunque no tarda en dejar claro que está más interesada en la parte de la comunión de las almas que tiene toda buena fiesta que en arrancarnos un baile. En este palacete de mármol todo son ecos celestiales y arroyos cristalinos, por los que fluye la voz dulce y pura de la escandinava. Una cuya hermosa pena hace que las nuestras se desvanezcan.
El momento: cuando el microondas hace ding, lo que significa que el solo de sintetizador a lo Bach está listo. Ya escucharás a qué me refiero.
111. Steely Dan, Bad Sneakers
Abanderados de la contradicción y la ironía, Steely Dan eran neoyorquinos haciendo jazz-rock en California que, a juzgar por esta foto, debían de tener que esforzarse mucho para convencer a la gente de que no estaban en ninguna base de datos de delincuentes sexuales7. Su producción durante los setenta fue inmaculada, una racha estelar de álbumes meticulosamente mezclados, todos para chuparse los dedos. En la mediatriz exacta de esa serie gloriosa está Katy Lied, donde brilla y suliveya sobre las demás “Bad Sneakers”, una perla en la que el dúo lanza sus habituales dardos a la decadente vida hollywoodiense. Becker y Fagen, junto con la mitad de lo que se convertiría en Toto un par de años después como mercenarios de sesión, suenan tan suculentos como siempre, culminando en uno de esos estribillos que dan rabia, de tan geniales. Sírvase con una piña colada bien fresquita.
El momento: cada vez que entra en escena el maldito Michael McDonald. Los pelos como un equidna.
Tal vez synthpop particularmente magnificente, pero synthpop a fin de cuentas.
Un talento para la música rollo peli de espías que pusieron a prueba con el encargo de ponerle banda sonora a The Living Daylights, la cinta de James Bond de 1987 —y primera con Timothy Dalton.
En particular a Stevie no le sienta demasiado bien el look “he metido los dedos en el enchufe”.
A saber: ésta, “Everywhere”, “Little Lies”, “Big Love”, “Tango in the Night”, “Isn’t It Midnight” y “You and I, Pt. II”. Luego ya estaría “Family Man” acercándose, algo así como el Angkor Wat, o el Torcal de Antequera.
Aunque imagino que el plural correcto es Vinicii.
Que tampoco conozco su clima al dedillo, pero sólo el nombre inspira imágenes de la tundra siberiana.
El hecho de que tomaran prestado su nombre del de un consolador que sale en El almuerzo desnudo de Burroughs no hace sino reforzar esa idea.